marzo 02, 2011

El último encuentro





El último encuentro

Entraste por las rendijas de mis pupilas, justo en el momento en que alguien nos hizo sentir el contacto tibio de nuestras manos al presentarnos. Las cortinas de la vida se abrieron y una luz penetró en mi corazón para indicarme el camino que debía seguir.
 Era una niña de catorce años. Apenas dejaba el gusto de peinar a mis muñecas, de jugar al escondite con mis amigas del colegio.
 ¿Qué podía yo saber del amor? Quizás nada, pero en ese instante, comprendí que el ser humano necesita soñar para encontrarse a sí mismo y, que descubriendo mundos inexplorados, las puertas de la realidad me mostrarán sentimientos diferentes.
Pasaron varios meses y no supe de ti.
 La ventana de mi habitación era testigo de mi cautiva espera.
 ¿Cuándo lo volveré a ver?
Era un vicio acercarme a quien guardaba sin condición el secreto de mi curiosidad frente a la calle. Allí sola, sin que nadie entendiera mi aislamiento adolescente, buscaba el angustiante golpe que en mi estómago se producía al notar tu presencia. Pero no, no llegaste ese día ni el siguiente.
Me miraba al espejo y mi cuerpo estaba dando señas de que mi infancia se desvanecía. Mis piernas y mis brazos ya se armonizaban con mis redondeadas caderas.    Las zapatillas de mi mamá pude usar sin caerme, y mi cabello, lucia mejor si lo dejaba batirse con la brisa fresca y no el prensado obligado de mi colegio.
Invitada por primera vez a una fiesta, quedé inmóvil cual pieza de cerámica en una mesa de cristal, estabas allí. Tu sonrisa podía interpretarla al compás de la música y la algarabía. Tu voz en mis oídos era como el roce suave que se siente al tocar los pétalos de una rosa.
Creí que nunca te fijarías en mí, pero pausadamente caminaste sin desvío al umbral de aquel rincón en que me encontraba. Me invitaste a bailar gentilmente. No hubo necesidad de palabra; tu mano levantó la mía y pude conocer el cielo al  bailar contigo sobre las nubes.
Susurraste a mi oído que me amabas. Sin extrañarme y con la seguridad que me dabas en aquel momento, te dije que también te quería, que esperaba con impaciencia el momento preciso en que ambos respiráramos el mismo aire.
El tiempo convirtió nuestras alegrías, nuestras tristezas, las discusiones y los reencuentros en una necesidad inexplicable. Cada día, cada hora eran apenas segundos que no queríamos perder para abrazarnos y fundir sin mesura nuestros labios.  Sería inclemente en estos últimos años de nuestra adolescencia porque temíamos lo que ya conocíamos: “El momento de nuestra separación”.
La escuela quedaba atrás y ahora concretábamos los proyectos de nuestros padres, teníamos que viajar a destinos diferentes y encausar nuestro mañana.
A pesar de la distancia y del tiempo, las cartas eran nuestras amigas complacientes, llevaban y traían noticias sin queja alguna.
Describías con ímpetu tus largas horas sin dormir. Quería que mis besos volaran hacia ti al igual  que  deseaba que los tuyos regresaran.  
Encontraba la fragancia de tu perfume en las cartas que el buzón me obsequiaba. No podía inventar otras horas para cambiar mi rutina.
Pero, un día el buzón estaba vacío. El resumen que me hacías de tus experiencias no las recibí esa semana.  Cada rincón en mi cuerpo sentía el recorrido de la sangre. ¿Me olvidaste? ¿Será acaso que encontraste a alguien cuya prestancia pudiera borrar de tu memoria cada momento vívido conmigo?
La siguiente semana fue igual y la tercera también.
Tuve que aprender a controlar ese letargo que apesadumbraba mis entrañas. Había tropezado con una piedra en el camino. Apaciguar con tan sólo mirar el padecimiento de quien se pose a mi lado sería una respuesta.
Pasó un mes que no abrí la puerta de mi buzón. Pero nuevamente comenzó a latir más fuerte que nunca mi corazón. Mis ojos se clavaron en una carta que se encontraba a medias en la ranura. Mis dedos prensaron fuertemente esa carta hasta  poder ver el remitente. No eras tú, era tu mejor amigo.
¡Que extraño! ¿Por qué él me escribía? ¿Será que no tuviste la valentía de  escribirme y darme la explicación de tu silencio?
La miré por un momento y casi la tiro a la papelera, pero decidí romper la punta del sobre intruso y desdoblar ese papel incierto.
Mis mejillas comenzaron a humedecerse y mi respiración se aceleró. Cerré mis ojos y en ese instante recordé el momento en que nuestras iniciales quedaron grabadas en la corteza  de aquel viejo árbol, el mismo que nos vio crecer. Fue allí donde eternizamos  nuestro último encuentro porque  en esa carta me decían que habías muerto.